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Con la crisis, hemos recuperado el significado de muchas cosas. Hemos vuelto a descubrir costumbres, que nos parecen estupendas novedades y que resulta que llevaban siglos inventadas, a pesar de haber permanecido un par de generaciones en el olvido.

Se nos llena la boca al hablar de reciclaje y sostenibilidad, pero no recordamos que nuestros abuelos ya eran maestros en esas prácticas y solo hay que preguntarles para descubrir que la basura es un invento moderno. Antes no se tiraba nada…

“Reciclar, reciclar, eso se ha hecho toda la vida, solo que antes se llamaba necesidad”,  escuchamos hace poco decir a un abuelo de no importa qué pueblo.

Muchos jóvenes han descubierto que la vida rural  puede ser una alternativa,  no sólo  al ajetreo de la ciudad, sino también un reducto para burlar a la crisis, otra vez la crisis, porque estamos aprendiendo de nuevo que con un huerto, unas gallinas y un marrano se tiene segura la subsistencia y el trabajo para todo el año.

Ahora lo llamamos emprendimiento rural y lo aliñamos con el calificativo de ecológico. Pero como diría nuestro abuelo, ese de no importa que sitio, eso, de toda la vida, ha sido volver al pueblo y trabajar la tierra aprovechando los recursos que ella misma te ofrece.

Nunca tanto como ahora, como siempre cuando más falta hace, es una forma de salir adelante. Y además ya no nos causa complejos, como ocurría hasta hace bien pocos años.

La vida en el pueblo, para los que salieron de él buscando mejor porvenir, era retornar a un pasado oscuro. La necesidad, la misma que había inventado el reciclaje, había borrado el recuerdo de las buenas cosas de la vida en el campo, aquellas que cantaban Fray Luis de León y Fray Antonio de Guevara en el siglo XVI, otra época de convulsas modernidades.

Ambos se dedicaron a proclamar las alabanzas de aldea y el menosprecio de corte, y a explicarnos las bondades de la vida retirada y campestre. Poco sabían entonces del estrés de la gran ciudad, pero por lo visto, algo se intuía ya. Prisas, horarios, exigencias, contaminación, incomunicación, soledad… y hay quien receta como cura las labores en compañía y conversación. Reuniones terapéuticas contra la depresión o el aburrimiento y con un aprovechamiento productivo de manofacturas de lana o tejidos.

Nuestras abuelas a eso lo llamaban filandón o veladero o corrobla…  No los prescribía el psicólogo pero servían para lo mismo: establecer lazos sociales y para la catarsis colectiva que siempre ha sido contar chismes, compartir problemas, hacer bromas y cantar mientras se cardaba, se hilaba, se devanaba o cualquier labor que pudiera hacerse con la luz del escaso suministro de las velas o el carburo.

Cuentos, leyendas, recetas, consejos y toda clase de saberes pasaban de boca a boca en esas veladas domésticas que constituían uno de los momentos de reunión y solaz tras las interminables jornadas de trabajo.

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